En el poblado de Cañitas, parroquia Charapotó, cantón Sucre, está lloviendo de manera inusual. Hay días con relámpagos, truenos y un sonido fuerte, como el bramido de la tierra, que sale de lo profundo de las montañas y no deja dormir a María Zambrano. Aquello la mantiene con nervios, asustada y con la presión alta.
La tarde del lunes 17 de marzo, ese ruido retumbó nuevamente; la lluvia caía y cuando esta mujer, de 63 años, se asomó a la puerta, vio cómo bajaba un agua sucia, de un color ocre, que arrasaba con todo lo que había en la calle. Era un aluvión. María esperaba que los muros hechos con sacos de tierra frente a su casa aguantan el embate de la corriente.
Pero, los casi dos metros de altura de barrera quedaron cortos cuando el agua con lodo empezó a ingresar por la ventana y a ella no le quedó más que alzar sus cosas encima de la mesa para que no se mojaran. Su marido, Benjamín Dominguez, corrió a poner un plástico entre los sacos, pero con cada ola que bajaba por la quebrada, el agua ingresó a la casa. María empezó a angustiarse. “Yo ya no puedo más con esto, estoy desesperada, el agua parecía que nos iba a llevar”, señaló.
Unos 40 metros más adelante, al pasar la calle, su vecina Sergia Espinoza, de 72 años, pasó por algo similar. La semana pasada, en una de las cinco inundaciones que ha tenido el sector Cañitas, ella estaba dormida; apenas estaba amaneciendo, eran las seis de la mañana. El agua ingresó a su casa y Jeremy, su nieto de 18 años, le gritó: “Levántese, mamita, levántese que el agua se metió”.
Inmediatamente la agarró del brazo y empezaron a caminar entre el lodo. Sergia intentó sacar ropa o salvar algún electrodoméstico, pero su nieto le dijo que evite aquello por seguridad. “Deje allí todo, no coja nada, ahora es imposible, mamita, nos vamos a ahogar si no salimos”. Los pasos se vuelven pesados en medio del barro acumulado en la zona. El agua que bajaba por la quebrada sonaba como una ola del mar, dijo Sergia. Cuando salieron a la calle se veía cómo los muebles flotaban; las neveras y los televisores se chocaban unos con otros.
El agua seguía subiendo. Las gotas de la lluvia se escuchaban en el techo como si cayeran piedras. El embanque amenazaba con arrasar con todo. Finalmente, Jeremy logró sacar a su abuela y llevarla hasta la casa de un vecino. Ese día, desde allá en “casa ajena”, Sergia observaba cómo todo por lo que había trabajado en su vida quedaba bajo el lodo. Un día después, el martes, 18 de marzo, Sergia caminaba entre los escombros de su casa. En el patio había una nevera, tres colchones, ropa en sacos, una cocina y platos; todo sucio, mojado, destruido por el lodo.
“Estoy durmiendo donde un vecino, pero uno viene para acá porque uno extraña su casa. Vengo a rodear para ver qué se puede recuperar, aunque no hay nada, todo está perdido”, expresa y se queda sentada encima de una mesa mirando la destrucción que ha dejado el aluvión.